LA EDUCACIÓN COMO ARTE

ALICIA…en la escuela del juego del arte - LILIANA J. GUZMÁN (*) Barcelona, primavera de 2006.
¿Podemos comprender la educación como una obra de arte? Quizás. Y esa pregunta es la que abordaré en este texto, aunque de manera muy breve. Para comprender la educación como arte quizás sea necesario hacer un rodeo por el tema del arte, en general. Entonces, antes de responder a la pregunta sobre la educación como arte, veamos qué es eso del arte. Quizás las imágenes de Alicia en el país de las maravillas (L. CARROLL) nos ayudan a llegar a alguna respuesta. Sobre todo porque más de uno de quienes buscamos formación para la educación, o para hacer formación, hemos sido conmovidos y
afectados en nuestra infancia por el bello cuento de Carroll. 2
De este modo, Alicia es una experiencia de lectura que, en este texto, inspira a pensar la educación como juego. Pero más aún, Alicia y su experiencia en ese país maravilloso, extraño y desconocido es una invitación a los educadores a hacer de la educación un viaje siempre nuevo, de constante transformación a cada paso, como los caminos de Alicia en sus distintos momentos de riesgos y de sorpresa ante lo desconocido. En otras palabras, la imagen de Alicia y su viaje de metamorfosis es la imagen con la que comprendo al arte (y a la educación como arte) como una experiencia transformadora, singular y de encuentro (comprensivo) con el otro. El Arte como Juego HANS-GEORG GADAMER (1900-2002), desde una filosofía de la comprensión, ha concebido al arte como un juego. ¿Qué significa que el arte sea un juego? En primer lugar, GADAMER concibe al "arte como un juego" (b). Y el arte es un juego como el juego de los niños. GADAMER toma la palabra del alemán Spiel, que significa representación teatral al mismo tiempo que juego. El arte es un juego y su modo de ser consiste en un puro movimiento de curso propio, libre, singular, irrepetible y renovador. Esto hace que la obra de arte, como un juego de niños, siempre afecte al espectador de manera diferente, porque allí el ser de la obra (lo que dice, lo que es) le dona al espectador un fluir propio, siempre único, transformador. Porque la obra sucede una vez y en cada caso, y es vivida singularmente por quien asiste a su representación. En segundo lugar, el juego de la obra es una experiencia que transforma a sus participantes, de comienzo, porque sus participantes no son externos a ella: la obra de arte hace participar a sus espectadores, los implica en el curso de su movimiento libre y singular. Según GADAMER, no hay asistente pasivo en una obra de arte sino espectador participante: cada obra, en su modo de aparecerse, hace de sus espectadores jugadores. Sin ellos, la obra no tiene sentido, son sus jugadores los que acompañan al movimiento y fluir de la vida de la obra que les toca vivir. En tercer lugar, la obra cuando juega, cuando aparece, tiene un movimiento de vaivén, de ir y venir entre su comienzo (con un autor determinado) y su presentación a los ojos y oídos del espectador (con esos jugadores que son los participantes de la obra, al contemplarla). Por este movimiento de ir y venir entre comienzo y presentación, la obra se renueva constantemente, por cada repetición nunca vuelve a ser la misma, siempre es diferente, cada vez. Pero, en cuarto lugar, en el jugar de la obra no sucede únicamente el movimiento mismo de la presentación mismo del jugar: la obra es representación. Algo se nos da en la obra. En el jugar de la obra algo pasa, algo se hace presente, algo se manifiesta a quien participa del juego, sea intérprete o espectador, o lector. Por este carácter representativo, la obra pone en acto y en presencia su propia verdad, su propio modo de ser de la obra misma. Quinto, la obra es una continua construcción transformadora. En este jugar participativo, la obra da a conocer una verdad que se va construyendo en su propia formación. Es decir, en la obra algo se presenta, y con su modo de presentarse hace participar a los jugadores en una construcción de lo que ese algo va siendo al jugar, en una construcción en formación permanente, en tanto dure el juego. Y en una construcción de sus formas a través de la cual no sólo se va formando la misma presentación de la obra sino también la misma experiencia de verdad de quien la juega. Porque la obra en su jugar, nos atrapa en su propia verdad: no sabemos de qué trata un libro hasta no leerlo, no sabemos qué nos muestra una pintura hasta no mirarla con cuidado y atención, ignoramos el acontecer vivo de una obra teatral hasta no asistir a verla en escena. Eso que nos da cada obra de arte, ese algo, es una verdad singular y propia de la obra misma, pero que se hace con la participación de quien la vive, y más aún, construye en esa participación una experiencia de formas para la obra y para el mismo participante. La obra se transforma y transforma a su jugador, por cada vez que se presenta. El tiempo del arte ¿Cómo sucede esa experiencia del arte? ¿Cómo sucede ese puro movimiento de fluir libre y singular, que afecta a sus jugadores, transformándolos con su juego y verdad? ¿Cómo la experiencia de una obra nos renueva, y hace en ese juego, una renovación de sí misma? Nuestro autor concede un espacio importante no sólo a la verdad nueva de la obra que transforma a los jugadores, sino con una disposición de apertura en ellos, para que esa experiencia del juego del arte sea posible. Esa disposición de apertura se caracteriza, básicamente, por ser una experiencia de tiempo. Ante todo, el tiempo de la obra. Cada obra de arte, con su movimiento libre y autónomo, irrumpe como un rayo en el tiempo de sus participantes. E irrumpe –en nuestro tiempo- con su propio tiempo. Por cada vez que una obra nos encuentra, otro tiempo nace en nosotros. En ese tiempo de la obra, esa condición tan humana y tan frágil del tiempo, ya no nos pertenece: en el momento del juego de la obra, somos jugados por ese otro tiempo que la obra trae consigo. Ese tiempo es un tiempo de demora, de paréntesis con el tiempo de la prisa, de suspensión de las agujas del reloj. En el tiempo de la obra, lo que nos juega es eso que nos dice la obra en un tiempo que no teníamos previsto, ni calculado, ni planificado de antemano. Con el tiempo de la obra no sucede lo mismo que con el conejo burgués de Alicia: quizás CARROLL nos da en él una metáfora de nuestra vida apremiada por el paso del tiempo, y en cambio, en la imagen de Alicia no tenemos la prisa del tiempo, sino un tiempo demorado, un tiempo exclusivo de la obra y excluyente de la rutina cronometrada y calculada de nuestro diario vivir. Por eso, porque es una discontinuidad en el tiempo, la obra con su propio tiempo hace en sus participantes lo que Alicia: se pierde en el País de las Maravillas, se deja afectar, se permite conocer todo lo nuevo que le sale al encuentro, se aventura a otras realidades. Porque en cada obra, el tiempo que nos encuentra es un tiempo único: un tiempo propio al ser de la obra, y a la vez, un tiempo propio a ese juego con el que los participantes se implican en ese jugar. Y luego, el tiempo de los jugadores de la obra de arte. El tiempo del juego del arte, según GADAMER, tiene algunas propiedades esenciales. Si ese tiempo del juego de la obra es capaz de irrumpir en nuestro diario correr, y darnos la posibilidad de transformarnos en una experiencia del tiempo de la obra, es porque el tiempo del juego de la obra no sólo es discontinuidad sino, más aún, celebración. Por eso el juego de la obra hace en sus protagonistas una experiencia verdadera: porque les transforma en un acontecimiento celebrativo. Como en las costumbres comunitarias de siempre, la voluntad de celebración necesita de una disposición en los hombres a suspender las obligaciones cotidianas, y dejarse convocar por eso que les invita a ser celebrado, y que les invita a ser celebrado en un tiempo de comunión. La experiencia del juego del arte no sólo es discontinua, sino que para que acontezca como tal, necesita de la reunión de las personas en torno a algo que no sea su urgencia cotidiana. Como en los actos celebrativos, con el tiempo de la obra nos encontramos reunidos por esa nueva verdad de la obra, renovados por ese motivo que nos convoca a otro tiempo, y que nos abre nuestras posibilidades de conocimiento a eso otro que el tiempo jugado del arte nos da. Como tiempo de excepción, los jugadores de una obra de arte se reúnen ante el fogón de una obra, pero lo hacen celebrando lo que allí les encuentra y les transforma. Porque algo nuevo les ocurre, con el arte, y eso nuevo que les dona otro conocimiento (de la obra, y de sí mismos) les convoca en un acto de interrupción de la prisa y de acontecimiento de lo nuevo. En la celebración del juego del arte, lo nuevo es eso que los hombres se permiten oír: es lo que GADAMER llama el “dejarse hablar” por el juego artístico, que no se trata de otra cosa sino de una verdadera transformación de su propio ser a partir del gozo con que el juego del arte da a conocer lo nuevo, lo otro, lo extraño y formativo que viene en cada juego de la obra. Y que en esa formación transformadora, crea una comunidad más humana, menos individualista y más atenta a lo que dice la palabra del otro, en los acordes extraños, cual sonrisa del gato Cheshire. 6 En caminos de Alicia ¿Qué lección podemos aprender de Alicia, para hacer del arte un juego? Infinitas, tantas como lectores (y jugadores) puedan abrirse a su juego. Desde el recorrido inquieto que una niña hace en sueños, hasta su travesía imaginaria desbordante en deseos, curiosidades, preguntas, enigmas, descubrimientos. Todo el camino de Alicia nos muestra otra experiencia: como en la experiencia del arte, algo nos encuentra en el camino, algo nos pasa. Con ese conocimiento, acontece la metamorfosis del viajero: forma y transforma la obra, en su juego, mientras participa de ella, y a su vez, se forma y se transforma a sí mismo con esa verdad que la experiencia del juego le da a conocer. La obra en juego, como el País de las Maravillas, es ese instante de tiempo que nos hace vivir ese juego como nuevo conocimiento y transformación. ¿Qué lección podemos aprender del juego del arte, para hacer un arte de la educación? También infinitas. Pero básicamente, al menos en este planteo hermenéutico, el juego del arte nos enseña a ver que hay en el arte otro modo de conocimiento. Y que ese modo de conocimiento acontece como un juego, como un juego de niños. Pero en ese juego del arte, lo nuevo e inesperado se hace ver y oír, se pone en juego convocando a los participantes de esa obra (la educación) como un juego de todos, como un juego abierto, como un juego plural y dispuesto a que el tiempo del juego (en el arte o en el juego mismo) acontezca plenamente, para dar a los participantes de la educación otra experiencia del juego, más implicativa, más creadora, y para dar a la educación –por los caminos del juego del arte- un porvenir infinito de experiencias transformadoras. Después de todo, la educación, como el juego del arte, debiera ser esa experiencia bella y celebrativa por la que el presente de sus jugadores se abre al futuro, corriendo unas verdades, encontrando otras, abriendo puertas al porvenir que, por fortuna, siempre es un enigma, como el juego de los niños. (*)Liliana J. Guzmán - Becaria de doctorado de Fundación Carolina (ES)/MECT (Arg), en la Universidad deBarcelona (ES); PROICO CyT 419301 FCH/Universidad Nacional de San Luis (Arg). Anotaciones:
(b) H-G- Gadamer, Verdad y Método, Salamanca: Sígueme, 2003. Cap. 4.
Ilustraciones: Arthur Rackhman, Alicia, Conejo blanco revisando el reloj, Alicia le habla al gato Cheshire, “¡No son nada fuera de un maso de cartas!”, Alicia encuentra la pequeña puerta detrás de la cortina